Constitución y medioambiente

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En lo que sigue presentaré la relación entre constitución y medioambiente desde una perspectiva más amplia de aquella que se ha vuelto predominante durante este proceso constituyente. En lugar de reiterar ideas ampliamente difundidas que se formulan bajo un lenguaje de derechos, mi aproximación será crítica a ella y expondré un camino que me parece más adecuado para el objetivo de proteger nuestro entorno.

En esta exposición evitaré el uso del así llamado «tecnolecto», que refiere a un lenguaje especializado, necesario para el desarrollo riguroso de la investigación académica y el ejercicio profesional, pero que se percibe como algo lejano por quienes se encuentran fuera de esas discusiones. Usaré un lenguaje sencillo, que obliga a dejar a un lado algunas complejidades relevantes del fenómeno jurídico, con el propósito de ofrecer una imagen de las ideas que subyacen a los problemas discutidos en círculos más especializados. Creo que tener a la vista estas ideas contribuye a moderar el entusiasmo por un lenguaje de derechos.

Medioambiente y derechos fundamentales

Inicio esta presentación con un recorrido por cuatro corrientes que es posible encontrar en las discusiones acerca de las relación entre medioambiente y derechos fundamentales: el «enverdecimiento» de los derechos fundamentales, los derechos procedimentales, el derecho a un medioambiente adecuado autónomo y los derechos de la naturaleza.

El principal argumento que defenderé es que dada la naturaleza política del riesgo ambiental, los derechos procedimentales son la opción más viable para proteger nuestro entorno desde el lenguaje de derechos. Más allá de ello, se necesita de un desarrollo institucional robusto que solo puede darse durante la vida política ordinaria.

El «enverdecimiento» de los derechos fundamentales

La primera corriente se basa en los derechos clásicos, aquellos que integraron los catálogos establecidos en los inicios del constitucionalismo contemporáneo. Se trata de garantías con un marcado carácter individualista que responden a experiencias traumáticas de nuestra historia reciente. En esta época surge la noción de derechos fundamentales como «cartas de triunfo» o «coto vedado» que establecen límites a la actividad estatal protegiendo un núcleo indisponible de nuestra esfera individual con el propósito de desarrollar plenamente nuestra autonomía.

En este contexto, algunos problemas ambientales fueron caracterizados como modalidades de afectación de algunos de estos derechos. Los ruidos y olores molestos fueron considerados en Europa como una afectación al «derecho al respeto a la vida privada y familiar». El argumento consiste en afirmar que no es posible disfrutar de una vida familiar frente a inmisiones molestas generadas por industrias contaminantes y que el Estado se encuentra sujeto al deber de establecer regulaciones que impidan la generación de ruidos y olores molestos.

En Latinoamérica, el derecho de propiedad es un ejemplo de esta corriente. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido en un número suficientemente amplio de sentencias que este derecho contempla la especial relación que tienen los pueblos originarios con la tierra. Los casos que ha conocido han tenido relación con la reivindicación de territorio ancestral; ausencia de delimitación, demarcación y titulación de las tierras; desposeimiento; ausencia de consulta previa para el desarrollo de actividades de terceros que sean compatibles con los sistemas de vida de las comunidades indígenas; y realización de actividades por parte de terceros que son incompatibles con sus sistemas de vidas.

Esta corriente ha sido caracterizada por parte de la literatura como un «enverdecimiento» de derechos fundamentales porque la respuesta a problemas ambientales se formula ampliando el alcance de derechos clásicos bajo una noción «evolutiva» de éstos, según la cual su contenido es dinámico y se adecua en el tiempo para dar respuesta a nuevos modos de afectación.

Los derechos procedimentales

La segunda corriente reúne a los así llamados «derechos procedimentales» y se vincula con la naturaleza política del riesgo ambiental. Para entender el problema al cual responden los derechos procedimentales es necesario realizar un rodeo. La idea básica es que el modo en que nos vinculamos con nuestro entorno natural y social se encuentra mediado por criterios de naturaleza política, conforme a los cuales, seleccionamos aquello que motiva nuestra acción colectiva en la esfera pública.

Este fenómeno está en la base de las demandas de reconocimiento político pero su extensión es mucho mayor. En gran medida la configuración de lo público se encuentra determinada por estos criterios políticos por medio de los cuales configuramos nuestra realidad social. De ello se sigue que una comunidad política se configura no solo por el contenido de sus decisiones sino que además por aquello que deja fuera. Es importante tener presente que este modo de construir lo público se encuentra determinado por nuestros límites cognitivos. La realidad es muy compleja e inabarcable. Necesitamos de algún grado de simplificación que nos permita lidiar con ella y actuar en el mundo. Y esta simplificación consiste en una imagen que nos sirve para proyectar los resultados de nuestras decisiones.

Para reducir la abstracción de estas ideas podemos tomar como ejemplo la evaluación ambiental de proyectos. Esta técnica se basa en una idea de prevención básica: antes de construir un proyecto, es preciso caracterizar el lugar en el cual se ubicará para proyectar los posibles efectos que tendrá en el entorno y realizar los ajustes necesarios para que, una vez construido y en operación, no afecte gravemente al medioambiente. ¿Cómo caracterizamos dicho entorno? Obtenemos información, pero esa información no considera todo lo que es posible encontrar allí. ¿Es necesario hacer un estudio de las hormigas allí presentes? ¿De los murciélagos? ¿De hongos? Nótese que la respuesta no puede ser «todo» porque nuestras acciones exigen ser oportunas frente a límites de tiempo y de presupuesto. Tampoco nos ayuda mucho decir «todo lo importante» porque con ello solo reformulamos la pregunta ¿Qué sería, entonces, lo importante?

Lo que me interesa destacar es que incluso en asuntos que parecieran ser claros, como la caracterización del entorno en el cual se ejecutará un proyecto de inversión, hacemos una selección que muchas veces no responde a criterios transparentes. En decisiones más generales, como el caso de las normas ambientales, ocurre lo mismo. ¿Qué contaminantes vamos a regular? ¿Qué técnicas de regulación vamos a utilizar? ¿Qué niveles de concentración de contaminantes vamos a establecer?

Hay quienes piensan que la respuesta a estas preguntas exige un «enfoque precautorio». Una de las maneras en que percibimos la complejidad de nuestro entorno social y natural se expresa en la ausencia de información suficiente para adoptar una decisión. Esto ocurre especialmente frente a fenómenos nuevos respecto de los cuales no tenemos datos suficientes para poder ofrecer una caracterización precisa de lo que está ocurriendo.

El enfoque precautorio no es idóneo para la política regular porque surge como un modo de aceptar medidas excepcionales frente a fenómenos desconocidos que percibimos inicialmente solo por sus graves efectos. Observamos y documentamos casos que afectan seriamente cosas que valoramos pero no sabemos exactamente cuál es la causa y esta falta de conocimiento nos impide actuar eficazmente frente a ella. Por eso, mientras comprendemos adecuadamente el fenómeno que nos amenaza, tomamos medidas excepcionales mientras conseguimos un mejor entendimiento de lo que está pasando.

En la política regular este enfoque precautorio no nos ofrece una guía útil porque muchos fenómenos los conocemos lo suficiente como para no percibir la contingencia del futuro como una amenaza. En nuestra vida diaria contamos con muchísimas cosas respecto de las cuales no tenemos garantía alguna para confiar que en el futuro seguirán siendo de ese modo. Dilucidar este fenómeno ha motivado el derrame de ríos de tinta en la filosofía, pero para nuestros propósitos podemos quedarnos con algunos ejemplos que nos ayuden a capturar la idea básica. ¿Qué garantía tenemos de que al irnos a dormir despertaremos al día siguiente? ¿Qué garantía tenemos de que mis amigos y colegas me reconocerán o que el bus que tomo diariamente para ir al trabajo pasará como de costumbre? En nuestra vida cotidiana tomamos decisiones basadas en regularidades, es decir, en un conjunto de hechos lo suficientemente similares como para proyectar su repetición en el futuro indefinidamente.

El conocimiento empírico de nuestro entorno solo se diferencia de nuestra experiencia cotidiana porque ofrece una caracterización más precisa de estas regularidades. Y es en base a estas regularidades que tomamos decisiones políticas para proteger nuestro entorno.

Volvamos a los derechos procedimentales. Éstos asumen la naturaleza política del riesgo ambiental y su propósito es favorecer la deliberación pública en un sentido amplio, no solo la discusión que se da entre representantes de la ciudadanía en el congreso. En primer lugar, tenemos derecho a acceder a la información que sustentará las decisiones de nuestras autoridades (que incluye, por cierto, estar al tanto de la ausencia de ella). Sobre la base de esta información es posible debatir en instancias informales (el ejemplo típico son los medios de prensa pero actualmente parecen ser más relevantes las redes sociales) e instancias formales.

El segundo derecho se vincula a la deliberación formal: la participación ciudadana en los procesos de decisión política. La idea es que la ciudadanía tenga la posibilidad de incidir en las decisiones políticas que, en último término, se imputan a ella. Por último, el tercer derecho establece que la ciudadanía puede objetar estas decisiones en tribunales cuando no satisface los requerimientos legales que dibujan el contexto de la decisión que fue adoptada.

Es importante notar que los derechos procedimentales tienen un alcance mayor a lo ambiental. Responden a modelos de democracia deliberativos donde no basta con elegir representantes políticos para que adopten decisiones en los asuntos que nos importan. Para que la ciudadanía pueda reconocerse en estas decisiones es preciso mantener un dialogo abierto al interior de cada comunidad política de tal modo que quienes estén a cargo de decidir respondan a esa discusión pública.

El derecho autónomo a un medioambiente adecuado

Como consecuencia del relativo éxito del derecho internacional de los derechos humanos, que se puede apreciar por la innumerables sentencias internacionales que condenan a los Estados, siempre ha existido un deseo de establecer explícitamente un derecho autónomo a un medioambiente adecuado que pueda conseguir una eficacia similar.

Este camino se ha mostrado inadecuado por varias razones.

La más obvia es que no es sencillo formular un enunciado que pueda capturar aquello que podríamos referir como un «medioambiente adecuado». Se trata de un estado de cosas que exhibe innumerables dimensiones y depende muchísimo del contexto en el cual se está decidiendo.

Más allá de ello, el lenguaje de derechos no es usado en estas discusiones en un sentido técnico, sino que más bien es un medio por el cual se expresa aquello que valoramos. Subyace en esta práctica una estrategia retórica muy difundida. En la esfera pública necesitamos de un modo de expresar el tipo de asuntos que nos parecen esenciales, que creemos que debiesen protagonizar nuestra deliberación. En nuestros tiempos, la manera más robusta de expresar esta relevancia es decir que tenemos un derecho a ello. Esto es resultado en gran medida del éxito (relativo) del derecho internacional de derechos humanos. Lo confuso de expresarnos de esta manera es que los derechos, en un sentido técnico, refieren a una decisión ya tomada. No invitan a la deliberación que se necesita para resolver nuestros problemas ambientales.

El efecto que tiene este uso retórico para nuestra vida política es enorme porque la apelación a un derecho remite a algo que, supuestamente, ya fue decidido. El sentido de exigir a otra persona que respete mi derecho a algo consiste en negar que requiera ser discutido, niega la deliberación. Esa es la función principal del derecho en tanto sistema social: despolitizar los asuntos públicos por medio de una decisión que vale hasta que no sea modificada por cauces deliberativos.

Que la jornada laboral contemple determinado número de horas de lunes a viernes significa que, como trabajadores, tenemos el derecho a que no se nos pida trabajar fuera de ella. Por eso frente a los derechos, en caso de que no sean respetados, acudimos a la jurisdicción. Exigimos ante un juez que se respete nuestro derecho y que se condene a quienes no lo hagan a que conformen su conducta en los términos bajo los cuales se expresan nuestras decisiones políticas: la ley.

El efecto que tiene consagrar un derecho a un medioambiente adecuado autónomo es negar la naturaleza política del riesgo ambiental. Niega que sea necesario decidir, como comunidad política, acerca de los riesgos que aceptamos. Solo habría que ajustarse a «la naturaleza de las cosas» que ya están allí a la vista de quien quiera tomarse la molestia de constatarlas. Y más importante aún, confiamos en que serán los jueces quienes observarán desinteresadamente cuál es esta «naturaleza de las cosas».

Este modo de relacionarnos con nuestro entorno hace opaca las razones por medio de las cuales configuramos una dimensión importante de lo público. Y más grave aún, lo vuelve rígido y potencialmente injusto. Rígido porque las sentencias judiciales gozan del efecto de cosas juzgada: no pueden ser cambiadas. Y potencialmente injusto porque el acceso a la garantía de estos derechos dependerá del acceso privilegiado a asesoría jurídica.

Los derechos de la naturaleza

La última corriente consiste en afirmar que la naturaleza misma o algunos de sus componentes tiene derechos. Este enfoque es inadecuado por las mismas razones que expuse respecto del derecho autónomo, pero agrega un elemento adicional que es importante tener presente. Al atribuir a una entidad distinta a la especie humana derechos, lo que plausiblemente hacemos es proteger sus intereses. No es sencillo localizar estos intereses protegidos porque no nos comunicamos con estas entidades para que nos lo informen, sino que más bien nos representamos una idea de cuáles podrían ser éstos.

En el caso de los animales no humanos, algunas personas afirman que es posible representarnos sus intereses porque compartimos la aptitud de sentir dolor. El argumento consiste en observar que poseemos un bien compartido que nos permite ponernos en su lugar y gracias a ello evitar que sufran dolor innecesario como consecuencia de nuestras acciones. La representación política de los animales no humanos sería posible porque sus intereses (al menos no padecer de un sufrimiento innecesariamente) es transparente para nosotros porque somos animales. Tratándose de la naturaleza este ejercicio no es posible porque no disponemos de un criterio que nos resulte transparente para representarnos sus eventuales intereses. Por eso su representación no se presenta como algo común, sino que es reclamada por grupos específicos: son pueblos originarios los que reclaman la representación de la naturaleza para hacerse cargo de su protección dentro del territorio que habitan.

Creo que en último término el sentido político de esta pretensión es la autonomía territorial. Se trata de una pretensión legítima, sin duda. Pero para definir los términos bajo los cuales nos vinculamos con nuestro entorno no es adecuada porque su alcance se reduce al territorio que habitan los pueblos que demandan autonomía y fuera de ello es difícil avanzar mucho más sin un desarrollo institucional y público.

Medioambiente e institucionalidad

Actualmente en nuestro país la respuesta a los problemas ambientales motiva el despliegue de una intensa actividad administrativa por medio de tres órganos distintos: el Ministerio del Medio Ambiente, el Servicio de Evaluación Ambiental y la Superintendencia del Medio Ambiente, que se ocupan, respectivamente, de definir la política y regulación ambiental, administrar el sistema de evaluación de impacto ambiental, y de levantar información acerca del desempeño ambiental de los destinatarios de la regulación ambiental junto a la reacción frente a su incumplimiento.

En forma complementaria, en nuestro país existe una regulación especial frente al daño ambiental. La regla general en nuestro país es que toda persona que ocasiona un daño como consecuencia de una acción u omisión descuidada se encuentra sujeta a la obligación de responder por ello pagando una indemnización a la víctima. Frente a daños ambientales, este régimen común se diferencia en dos aspectos principales. Por una parte, la prescripción de la acción judicial destinada a exigir que se declare la responsabilidad del demandado se cuenta a partir de la «manifestación evidente del daño». Por otra, la obligación principal a que da lugar es la de reparar el daño ambiental ocasionado y, complementariamente, una indemnización por los perjuicios patrimoniales que se derivan del daño.

Quisiera presentar dos casos que ilustran la relevancia de la respuesta institucional frente a los problemas ambientales.

Es de público conocimiento la grave situación ambiental en la zona de Puchuncaví y Quintero. Lo que no es tan conocido es la actividad administrativa frente a este problema. Por una parte, hasta hace muy poco no era pública la información acerca de la identificación de las estaciones de monitoreo que evalúan la calidad del aire de esa zona ni tampoco las condiciones bajo las cuales éstas operan. El punto es importante porque por medio de una selección de los datos disponibles es posible concluir que estamos frente a un caso de contaminación o no. Es decir, los resultados de estos monitoreos son la base de la decisión que se adoptará por las autoridades y es la información que servirá para evaluar luego de unos años si el plan de descontaminación fue efectivo.

La importancia de los datos no termina con los monitoreos de calidad del aire. Durante la tramitación del plan de descontaminación de ese sector, la Contraloría General de la República lo objetó por una inconsistencia en el inventario de emisiones, que identifica a los responsables de la calidad del aire en el sector y la estimación de cuánto emiten. En base a ese dato, todo plan de descontaminación fija metas de reducción de emisiones a través de distintas técnicas regulatorias. En este caso, el inventario de emisiones fue inflado para que las metas de reducción de emisiones concordaran con las emisiones actuales de las empresas objeto de regulación. La gravedad del asunto motivó una comisión investigadora de la Cámara de Diputados que responsabilizó a Marcelo Mena, en su calidad de ministro, por las ilegalidades cometidas durante la elaboración del plan de descontaminación.

Otro caso muy conocido es la sequía en Petorca. Algunas personas que no habitan ese sector, y motivadas por intereses económicos, comenzaron a cultivar en forma masiva paltas. Se trata de una especie no originaria de ese sector y que consume muchísima agua. Como resultado, el agua disponible para el ecosistema de esa zona y para el consumo humano se redujo drásticamente. Jurídicamente estamos frente a un daño ambiental imputable a las empresas que introdujeron especies no originarias que consumen una cantidad de agua que hace inviable la vida en ese sector. Conforme a la legislación vigente, este hecho autoriza a los afectados, a la municipalidad y al Consejo de Defensa del Estado para demandar a los responsables y exigir no solo la interrupción del cultivo de paltas que afecta al ecosistema, sino que incluso compensaciones pecuniarias.

Este daño es imputable a las empresas que cultivan paltos por dos razones. Primero, el derecho de propiedad no autoriza a ocasionar daño a terceros. Segundo, al dedicarse a la agricultura no es una excusa señalar que desconocían el impacto ambiental que tendría el consumo de agua que requieren las paltas en un ecosistema donde el agua no abunda.

Ambos casos puede ser analizados, y han sido analizados, como afectaciones de derechos fundamentales. Pero con ello se descuida un aspecto relevante de la respuesta jurídica disponible. En el caso de Puchuncaví y Quintero, que como ciudadanía no estamos prestando debida atención a la relevancia de los datos que sirven de base para adoptar decisiones durante la tramitación del plan de descontaminación. En el caso de Petorca, que frente a un gravísimo daño ambiental era posible demandar judicialmente a los responsables y, hasta donde tengo conocimiento, nunca fue intentado.

Hacia una institucionalidad sensible a nuestro entorno

Muchas veces oímos en el debate público críticas de parte de especialistas acerca de la debilidad de la institucionalidad ambiental. Lo que demuestran estos dos ejemplos es que existe una incomprensión de ella. No la usamos en todo su potencial.

Es fácil quedarse con la idea de que el problema es la ausencia de una «voluntad política». Esta ausencia se puede apreciar en dos aspectos: la inactividad y la hipocresía. Muchas veces nuestras autoridades políticas simplemente no hacen su trabajo. Pero también ocurre que se nos ofrecen soluciones que ocultan la ausencia de presupuesto para llevarlas a cabo, lo que consigue réditos políticos en el corto plazo pero no se traduce en cambios reales.

Es cierto que lamentablemente se ha vuelto una imagen familiar en nuestro país que las autoridades no respondan por sus actos. En gran medida ese clima de impunidad desencadenó el desencanto por la política en nuestro país. Pero esta es solo la superficie del problema. La respuesta dominante en estos días consiste en reforzar el mensaje. Reformular el modo en que expresamos lo que valoramos bajo el supuesto de que de ese modo motivará una acción política eficaz. Esta manera de aproximarse a los problemas ambientales es ineficaz porque no estamos solo frente a un problema de voluntad política. La multidimensionalidad de los problemas ambientales dificulta encontrar soluciones simples.

Tenemos claro el objetivo. O al menos no parece razonable discutir que necesitamos cambiar el modo en que nos relacionamos con nuestro entorno. Lo que no es tan claro son los medios de que disponemos para alcanzar este objetivo. Las permanentes crisis que nos aquejan (extinción de especies, contaminación, cambio climático, pandemia) nos recuerdan a diario la necesidad de reformular la relación con nuestro entorno, pero al momento de trazar el camino hacia ello caminamos en círculos.

Frente a ello, se encuentra presente en el debate constituyente una idea que creo fundamental: pensar lo político desde el territorio. Necesitamos conocer mejor el entorno que habitamos porque solo se valora y protege aquello que conocemos. La discusión de una nueva constitución abre el espacio para discutir una transformación sustantiva en esta línea.

La organización territorial de nuestro país responde a criterios opacos. No es claro por qué los límites de comunas, provincias y regiones son los que conocemos. Creo que en aquí es posible avanzar en un paso fundamental: organizar territorialmente nuestro país sobre la base de cuencas hidrográficas.

Al pensar lo político desde el territorio, delimitando las unidades territoriales bajo las cuales se organiza el Estado en base a cuencas hidrográficas supone un giro sustantivo en la orientación de la política. No solo resolvería problemas de coordinación entre la complicada y poco ecológica gestión del agua en nuestro país. Permitiría impulsar, de una vez por toda, una solución a la gran deuda en nuestro país: la planificación territorial.

En Chile, la regulación del uso del suelo se encuentra orientada fundamentalmente hacia las ciudades y la construcción. Al pensar lo político desde el territorio, desde el conocimiento de nuestro entorno, se hará reconocible que esa es solo una dimensión de lo público y que requiere ser integrado en una mirada más amplia y a largo plazo.

Es cierto que los límites específicos no podrían ser discutidos durante este proceso constituyente. No obstante, la gestión del territorio en base a cuencas hidrográficas ha sido discutida en círculos especializados durante un buen tiempo y ese conocimiento puede servir de base para redefinir los límites de las unidades territoriales de nuestro país, discusión que puede estar impulsada por una norma de rango constitucional que así lo establezca.